lunes, 11 de julio de 2011

INTRODUCCIÓN

El primer contacto que mantuve con la radio fue producto de la casualidad, aunque ya por aquel entonces mi padre tenía reservado para mi un lugar en los medios de comunicación sin saberlo. En cualquier caso, él ya había decidido encaminarme hacia esta maravillosa profesión, entrelazando nuestro futuro, que se mantuvo en la antena durante veinte años de manera ininterrumpida. Se trataba de una de las primeras campañas de Tráfico para concienciar a los conductores de la importancia de tener un volante entre las manos. En el salón de casa, sentado en un sofá azul, con la luz del sol a mis espaldas, memorizaba la frase que tenía que decirle a un micrófono blanco conectado a un magnetofón enorme, con una cinta de color marrón que registraba mi voz. Yo no sabía que estas palabras iban a escucharlas miles de personas, ni los motivos por los que tenía que decir algo que apenas entendía a mis cuatro años: "Y mi mamá y mi papá, dónde están, que no los he visto..." Se suponía que era un niño en el hospital que preguntaba a las enfermeras por sus padres, supuestamente fallecidos en un accidente de carretera.
Después llegaron las mañanas posteriores a los partidos del Real Zaragoza, a las grandes gestas de los "cinco magníficos" que narraba Paco Ortiz casi siempre desde Inglaterra. Mi profesor, una buena persona, un hombre dedicado al magisterio en cuerpo y alma, gustaba de hacerme salir al encerado para cantar los goles del equipo aragonés, mediada la década de los sesenta del siglo pasado. Yo no sabía lo que decía realmente, me limitaba a imitar de la mejor forma posible a mi padre y rasgar el aire enfervorecido de la clase con los tantos marcados por Canario, Santos, Marcelino, Villa o Lapetra. Eso sí, dándole siempre un toque de emoción al narrar una jugada anterior que terminaba fuera o entre los guantes del guardameta adversario.
Más tarde me animé y recreaba las jugadas desde el principio hasta el final en transmisiones que duraban varios minutos mientras acompañaba a mis hermanos al colegio, relatadas en voz baja y acompañadas de patadas a papeles, botes o cartones en el suelo. Con doce o trece años grababa tramos de partidos en un magnetofón que traía mi padre a casa y cuyo relato escuchaba con atención corrigiéndomne los defectos.
El salto llegó con el año en blanco que pasé preparando la selectividad, ya que mi suspenso en matemáticas truncó mi acceso a la universidad. Siguiendo a los juveniles del Real Zaragoza, en mi primera temporada como "aprendiz" en Radio Zaragoza, transmití mi primer partido un sábado por la tarde en el antiguo Sardinero. Desde los estudios grababan cada quince minutos de partido y lo escuchaban mi padre y Manolo Muñoz, amigos y compañeros de viajes y programas deportivos. Daban el visto bueno y así, con un retraso de un cuarto de hora, llegaba el sonido a los escasos oyentes que estaban interesados en el encuentro.
Y de ahí, a las primeras apariciones en Carrusel Deportivo con Vicente Marco y Joaquín Prat sustituyendo esporádicamente a mi padre, mi presencia en "Hora 25 Deportiva" con José María García y los pioneros programas deportivos en 1978 con formato moderno, con sintonías de grandes éxitos de James Last o de Boney M en detrimento de las marchas militares que adornaban las transmisiones y los programas deportivos de entonces. Ese fue el rápido desarrollo de los acontecimientos de una vida que ya estaba totalmente enfocada a un oficio de tan poca importancia o de tanta relevancia, según se mire, de contar las cosas que pasan en el deporte con un micrófono en ristre.
Y lo que son las cosas, los más agoreros decían entonces que radiar partidos era un vestigio del pasado, que no tenía futuro. Y que la radio sería engullida por la modernidad de una televisión que por entonces comenzaba a verse en color en enormes aparatos. En fin, que este medio tan maravilloso ha sabido recrearse con cada crisis y salir fortalecido de tal manera que ahora son múltiples los soportes y las posibilidades que ofrecen expresar las sensaciones y los sentimientos con los sonidos y los silencios como protagonistas.

domingo, 10 de julio de 2011

CAPÍTULO I. PREDESTINADO

Mis recuerdos históricos de la radio están vinculados al fútbol y a los viajes de mi padre, que lo hacían diferente a los demás, y que significaban un estallido de gozo a su regreso. Nos juntaba a todos en el comedor y abría la maleta, de la que emergían juguetes que no existían aquí y montones de chocolatinas de saboreábamos con delectación. Recuerdo de entonces un portaaviones fantástico que fue el regalo más querido de mi infancia; o una pistola "luger" alemana, que la llevaba a todas partes; o algo tan sencillo como dos vasos de plástico unidos por un hilo que servían de "teléfono" y que parecían mágicos... Era un día de felicidad donde las lágrimas de mi madre se convertían en la sonrisa de una jovencísima esposa que sufría sus ausencias en largas noches donde la casa se le venía encima. Yo la abrazaba con cariño porque la veía triste y muy nerviosa hasta que sonaba el teléfono negro que teníamos colgado en el pasillo, frente a la cocina, y le decían desde los estudios que ya había llegado a su destino. Realmente no comprendía muy bien por qué iba y venía con tanta frecuencia al "extranjero", ni dónde se encontraban las ciudades donde viajaba, pero escucharle a través del aparato de radio donde nos reuníamos para estar junto a él, era un rito. Mi madre nos sentaba a mi hermano Pedro, casi tres años menor que yo, y a mi a su lado mientras una voz con sonido metálido y casi desconocida hablaba sin parar durante casi dos horas.
Tenía cinco años cuando fui por primera vez a la Romareda. Recuerdo que el campo era enorme, con muchísima gente, un ambiente que me fascinó y un juego que me pareció distinto a todo lo que había visto hasta entonces. Siempre recordaré el gol de penalty que marcó Eleuterio Santos ante el Córdoba, que se llevó una goleada de los "Magníficos", en mi debut presencial en el estadio zaragozano. Él me sentó a su lado, en una minúscula cabina donde solamente cabía el locutor y a duras penas el técnico, el inolvidable Luis Nápoles. Le escuché hablar para "Carrusel Deportivo" y después me senté en el palco de prensa, un par de metros más abajo, con su entrañable amigo Manolo Muñoz, con el que formó una de las mejores parejas de transmisión de todos los tiempos: Paco Ortiz narrando con su inconfundible voz de tenor y el entonces comandante Muñoz con su particular acento cordobés y su enorme conocimiento y facilidad para explicar el fútbol. Él fue el que insistió en que subiera con regularidad a la Romareda, algunos años más tarde, y el que me enseñó a ver con diferentes ojos que el del público lo que ocurría sobre el césped.
En 1967 le concedieron a Paco Ortiz el "Premio Ondas" al mejor locutor. El verano anterior había transmitido con Vicente Marco y Pepe Bermejo el Campeonato del Mundo de Inglaterra, semanas después del título de campeón de la Copa del Generalísimo y la Copa de Ferias. Estábamos en Salou disfrutando de las vacaciones de verano y recibió la llamada de Julián Muro, director de Radio Zaragoza, indicándole que regresara con carácter de urgencia a Zaragoza. Desde la cadena SER le habían propuesto para formar parte del equipo de transmisión para narrar los partidos de la selección española de fútbol, donde estaban convocados los zaragocistas Reija, Marcelino y Lapetra. Quiero decir con esto que la fama de mi padre estaba en su momento más alto con tan sólo treinta y cuatro años, pero llevábamos esta situación con absoluta normalidad pese a mis "narraciones" de los goles zaragocistas en clase y la repercusión social que tenía cualquier programa que presentase Paco Ortiz, especialmente los concursos cara al público. Pero como esta popularidad no significaba unos ingresos especialmente elevados, la humildad de nuestra vida diaria nos hacía asumir la realidad con los pies en el suelo. Ese premio fue un espaldarazo a la carrera profesional de mi padre, que le hizo subir muchos enteros en su trabajo y que le permitió asegurarse posteriormente el futuro económico con la publicidad. Nunca nos faltó de nada, eso es verdad, pero el salario de la radio era por entonces muy justo y éramos cinco de familia con el nacimiento en 1965 de Alfonso, el tercero de los hermanos. Además mi abuelo Pablo Remacha era un artista reconocido en Zaragoza y sus exposiciones de forja eran muy celebradas en una ciudad que entonces disfrutaba de un ambiente artístico extraordinario. Por eso estábamos acostumbrados a ser vistos por los demás y no nos importaba que la gente nos mirase por la calle porque casi siempre era con estima y respeto. Eso sí, tampoco le dimos mucha importancia y preferíamos pasar desapercibidos porque a veces resultaba un poco incómodo; mis hermanos y yo teníamos que actuar siempre de manera correcta y educada y eso nos restaba espontaneidad cuando estábamos en la calle o en un lugar público.
Con once y doce años acompañaba los domingos a mi padre al hotel Ruiseñores, actualmente convertido en hospital, donde mi padre acudía con un magnetofón para entrevistar a los jugadores. Era la etapa "post magníficos" con un descenso a Segunda División de por medio. Eran tiempos muy agradables porque se trataba de un privilegio poder hablar con los futbolistas que veías cada quince días en la Romareda, aunque había descendido la popularidad del Real Zaragoza por su caída en picado, previa al resurgimiento con los "zaraguayos" que significó un subcampeonato de Liga y otro de Copa con Luis Cid Carriega en el banquillo y un puñado de grandísimos futbolistas sudamericanos liderados por los paraguayos Nino Arrúa y el "Lobo" Diarte. Entonces yo era abonado infantil y no me perdía ninguno de los partidos que se jugaban en el estadio municipal. Me sabía las alineaciones de memoria, narraba para mis adentros los partidos desde la esquina donde estábamos los chavales y escuchaba los domingos por la noche la crónica y las entrevistas del partido que ponía en antena mi padre mientras cenábamos. El sonido de la radio, presente siempre en los momentos más importantes del día a día en mi casa.
Un par de años después descubrí la magia de los seriales radiofónicos y me puse manos a la obra con un guión que presenté además como un trabajo de literatura al padre Eraso, profesor de esa asignatura en el Seminario menor, donde cursé quinto y sexto de bachiller. Escribí la historia de un futbolista brasileño, al que llamé Joao Gundisálvez, "el Tigre de las Españas" y la grabamos mi madre y mis hermanos Pedro y Alfonso, que eran unos críos, en un magnetofón de casette que había traído mi padre, una auténtica revolución tecnológica. Cristina, mi madre, tenía experiencia en este tipo de situaciones ya que había ayudado en secreto a mi padre en diferentes programas publicitarios que grababa con su marido sin que nadie les viese en la quinta planta de Marina Moreno 21, donde había un estudio de grabación en autocontrol. Su voz era muy agradable y su capacidad interpretativa sorprendente, pero nunca tuvo libertad para crecer en esta faceta y dedicarse también a la radio, aunque formó parte del cuadro de actores y llegó a estudiar doblaje muchos años después. El caso es que escribí un guión lacrimógeno con la muerte del protagonista, regenerado en sus últimos momentos de vida tras una existencia de lujo y libertinaje. Hacía también de técnico de control ya que nos situábamos al lado del altavoz del tocadiscos mientras manejaba los mandos, subía y bajaba sonido, hablaba por el micrófono y le daba entrada al resto de los actores. Además había que hacerlo de un tirón, ya que no se podía cortar la historia hasta no terminar el capítulo; de lo contrario, había que repetirlo todo. Afortunadamente mi padre se llevó el material y lo montó en los estudios, arreglando un producto deficiente pero hecho de manera artesanal y con mucho esfuerzo. Fue el final de un aprendizaje voluntario, con quince años, abierto a un mundo sugerente y que suponía abrir definitivamente la puerta a un futuro para el que estaba predestinado.

jueves, 7 de julio de 2011

CAPÍTULO II. MI BAUTIZO CON EL REAL ZARAGOZA EN VIGO

Dios no me había llamado por el camino del fútbol aunque me apasionaba tener un balón en mis pies. Era muy rápido y disponía de un buen disparo, pero apenas tenía técnica individual y mi talento era muy escaso. Me dolían mucho las rodillas aunque las radiografías no indicaban ninguna lesión y eso me limitaba a la hora de realizar un esfuerzo añadido cuando competía por un balón con alguien mayor que yo. Solamente me acogieron unos chavales para completar un equipo que jugase en Tercera Regional, la categoría más baja del fútbol aragonés, después de jugar con algunos de ellos en el fútbol laboral, con gente que superaba los treinta años y que procedía de otros clubes aragoneses. Con campos de piedras, inclinados, jugando a horas intempestivas, con frío en invierno y dificultades de comunicación para acudir a los grotescos escenarios de los partidos. Era el Internacional FC, que no ganó un solo encuentro en dos temporadas, donde llegué a jugar tres partidos de portero y disparar una vez al poste, como gran aportación ofensiva. La segunda campaña, convencido de que estaba seriamente lesionado, me ocupé de entrenar al equipo. Bueno, de firmar como entrenador sin ningún tipo de conocimiento más que el aportado por libros de fútbol que devoraba con voracidad, y con las complicaciones de no tener nunca a once futbolistas para confeccionar la alineación. Mi vida vinculada al balompié tenía fecha de caducidad por convicción propia, aunque en esos momentos no tuviera una especial prioridad por encauzar mi vida profesional a través del periodismo deportivo.
Fue entonces cuando mi padre hizo un regalo muy especial para mi decimosexto cumpleaños: viajar en el vuelo chárte del Real Zaragoza a Vigo acompañando a la expedición blanquilla y a un puñado de valientes zaragocistas. Nos alojamos con ellos en el Hotel Samil Playa y fue un desplazamiento inolvidable. Me habían regalado un cuaderno de autógrafos que utilicé para la ocasión y donde conservo las firmas de los jugadores y del entrenador. Curiosamente hacían referencia a mi posible futuro en la radio; de hecho, Luis Cid "Carriega", el entrenador, deseaba que llegase a superar profesionalmente a un Paco Ortiz que estaba a punto de volver a ser llamado por la SER para transmitir con José María García los partidos de la selección española de fútbol y las competiciones continentales con el Real Madrid, el Barcelona o el Valencia.
Esa experiencia me hizo reflexionar, especialmente tras convivir con una plantilla que esa misma temporada alcanzó el subcampeonato de Liga, goleando al Real Madrid en la Romareda y venciendo en uno de los últimos partidos al Barcelona de Cruyff, que luchaba con los blanquillos para arrebatarnos la segunda plaza. No tuve mucha suerte en cuanto al espectáculo ofrecido por el Real Zaragoza en Balaídos. Perdió 2-0 en un mal partido donde, además, no jugó Arrúa por lesión. El paraguayo era mi ídolo y me enfadaba cuando no jugaba porque su ausencia casi significaba una derrota segura para los maños, especialmente lejos del estadio municipal.
Menos de un año después me encontraría empujado al fascinante mundo de los medios de comunicación. Había visto entrevistar en directo a los jugadores, tenía cierta facilidad de palabra, nociones sobre transmisión de partidos y conocía la radio por dentro. Pronto me llamaría Manolo Serrano para colaborar en la puesta en antena de "El Bimilenario de Zaragoza", una colección de relatos sobre la historia de la ciudad que cumplía en 1976 los dos mil años desde su fundación, que conseguiría el Premio Ondas esa misma temporada. Manolo era amigo de mi padre, especialista en música clásica, experto en boxeo y el director del cuadro de actores de Radio Zaragoza. Era un espectáculo ver en el estudio a voces como las de Paco Presa, Gloria Jiménez, Mateo Calvete o Carlos Alejandre. A veces colaboraban José María Ferrer, más conocido como "Gustavo Adolfo" o incluso "El Vigía de la Torre Nueva", el popular escritor y comentarista José María Zaldívar, creador de algunso de los guiones como Santiago Lorén y otras plumas de prestigio de la época. Fue una escuela de radio apasionante, que me sirvió para tomarle gusto al micrófono, a la interpretación, a compartir con los oyentes el sentimiento de las ideas a través de la palabra.
Mi primer papel fue el de Gelmírez, un soldado aragonés que combatía en la Reconquista. Un par de frases, sin apenas trascendencia en el capítulo, pero de gran importancia para mi en un momento clave de mi vida. Manolo me subrayó con rotulador verde el texto en el uión, que lamentablemente no conservé. Todavía no se habían acometido las obras en la radio y el pasillo era una sucesión de pequeños despachos que poco tiempo después darían cabida a una gran redacción. La información se abría paso tras la muerte de Franco y el modelo radiofónico iba a cambiar sustancialmente en los próximos años.