domingo, 10 de julio de 2011

CAPÍTULO I. PREDESTINADO

Mis recuerdos históricos de la radio están vinculados al fútbol y a los viajes de mi padre, que lo hacían diferente a los demás, y que significaban un estallido de gozo a su regreso. Nos juntaba a todos en el comedor y abría la maleta, de la que emergían juguetes que no existían aquí y montones de chocolatinas de saboreábamos con delectación. Recuerdo de entonces un portaaviones fantástico que fue el regalo más querido de mi infancia; o una pistola "luger" alemana, que la llevaba a todas partes; o algo tan sencillo como dos vasos de plástico unidos por un hilo que servían de "teléfono" y que parecían mágicos... Era un día de felicidad donde las lágrimas de mi madre se convertían en la sonrisa de una jovencísima esposa que sufría sus ausencias en largas noches donde la casa se le venía encima. Yo la abrazaba con cariño porque la veía triste y muy nerviosa hasta que sonaba el teléfono negro que teníamos colgado en el pasillo, frente a la cocina, y le decían desde los estudios que ya había llegado a su destino. Realmente no comprendía muy bien por qué iba y venía con tanta frecuencia al "extranjero", ni dónde se encontraban las ciudades donde viajaba, pero escucharle a través del aparato de radio donde nos reuníamos para estar junto a él, era un rito. Mi madre nos sentaba a mi hermano Pedro, casi tres años menor que yo, y a mi a su lado mientras una voz con sonido metálido y casi desconocida hablaba sin parar durante casi dos horas.
Tenía cinco años cuando fui por primera vez a la Romareda. Recuerdo que el campo era enorme, con muchísima gente, un ambiente que me fascinó y un juego que me pareció distinto a todo lo que había visto hasta entonces. Siempre recordaré el gol de penalty que marcó Eleuterio Santos ante el Córdoba, que se llevó una goleada de los "Magníficos", en mi debut presencial en el estadio zaragozano. Él me sentó a su lado, en una minúscula cabina donde solamente cabía el locutor y a duras penas el técnico, el inolvidable Luis Nápoles. Le escuché hablar para "Carrusel Deportivo" y después me senté en el palco de prensa, un par de metros más abajo, con su entrañable amigo Manolo Muñoz, con el que formó una de las mejores parejas de transmisión de todos los tiempos: Paco Ortiz narrando con su inconfundible voz de tenor y el entonces comandante Muñoz con su particular acento cordobés y su enorme conocimiento y facilidad para explicar el fútbol. Él fue el que insistió en que subiera con regularidad a la Romareda, algunos años más tarde, y el que me enseñó a ver con diferentes ojos que el del público lo que ocurría sobre el césped.
En 1967 le concedieron a Paco Ortiz el "Premio Ondas" al mejor locutor. El verano anterior había transmitido con Vicente Marco y Pepe Bermejo el Campeonato del Mundo de Inglaterra, semanas después del título de campeón de la Copa del Generalísimo y la Copa de Ferias. Estábamos en Salou disfrutando de las vacaciones de verano y recibió la llamada de Julián Muro, director de Radio Zaragoza, indicándole que regresara con carácter de urgencia a Zaragoza. Desde la cadena SER le habían propuesto para formar parte del equipo de transmisión para narrar los partidos de la selección española de fútbol, donde estaban convocados los zaragocistas Reija, Marcelino y Lapetra. Quiero decir con esto que la fama de mi padre estaba en su momento más alto con tan sólo treinta y cuatro años, pero llevábamos esta situación con absoluta normalidad pese a mis "narraciones" de los goles zaragocistas en clase y la repercusión social que tenía cualquier programa que presentase Paco Ortiz, especialmente los concursos cara al público. Pero como esta popularidad no significaba unos ingresos especialmente elevados, la humildad de nuestra vida diaria nos hacía asumir la realidad con los pies en el suelo. Ese premio fue un espaldarazo a la carrera profesional de mi padre, que le hizo subir muchos enteros en su trabajo y que le permitió asegurarse posteriormente el futuro económico con la publicidad. Nunca nos faltó de nada, eso es verdad, pero el salario de la radio era por entonces muy justo y éramos cinco de familia con el nacimiento en 1965 de Alfonso, el tercero de los hermanos. Además mi abuelo Pablo Remacha era un artista reconocido en Zaragoza y sus exposiciones de forja eran muy celebradas en una ciudad que entonces disfrutaba de un ambiente artístico extraordinario. Por eso estábamos acostumbrados a ser vistos por los demás y no nos importaba que la gente nos mirase por la calle porque casi siempre era con estima y respeto. Eso sí, tampoco le dimos mucha importancia y preferíamos pasar desapercibidos porque a veces resultaba un poco incómodo; mis hermanos y yo teníamos que actuar siempre de manera correcta y educada y eso nos restaba espontaneidad cuando estábamos en la calle o en un lugar público.
Con once y doce años acompañaba los domingos a mi padre al hotel Ruiseñores, actualmente convertido en hospital, donde mi padre acudía con un magnetofón para entrevistar a los jugadores. Era la etapa "post magníficos" con un descenso a Segunda División de por medio. Eran tiempos muy agradables porque se trataba de un privilegio poder hablar con los futbolistas que veías cada quince días en la Romareda, aunque había descendido la popularidad del Real Zaragoza por su caída en picado, previa al resurgimiento con los "zaraguayos" que significó un subcampeonato de Liga y otro de Copa con Luis Cid Carriega en el banquillo y un puñado de grandísimos futbolistas sudamericanos liderados por los paraguayos Nino Arrúa y el "Lobo" Diarte. Entonces yo era abonado infantil y no me perdía ninguno de los partidos que se jugaban en el estadio municipal. Me sabía las alineaciones de memoria, narraba para mis adentros los partidos desde la esquina donde estábamos los chavales y escuchaba los domingos por la noche la crónica y las entrevistas del partido que ponía en antena mi padre mientras cenábamos. El sonido de la radio, presente siempre en los momentos más importantes del día a día en mi casa.
Un par de años después descubrí la magia de los seriales radiofónicos y me puse manos a la obra con un guión que presenté además como un trabajo de literatura al padre Eraso, profesor de esa asignatura en el Seminario menor, donde cursé quinto y sexto de bachiller. Escribí la historia de un futbolista brasileño, al que llamé Joao Gundisálvez, "el Tigre de las Españas" y la grabamos mi madre y mis hermanos Pedro y Alfonso, que eran unos críos, en un magnetofón de casette que había traído mi padre, una auténtica revolución tecnológica. Cristina, mi madre, tenía experiencia en este tipo de situaciones ya que había ayudado en secreto a mi padre en diferentes programas publicitarios que grababa con su marido sin que nadie les viese en la quinta planta de Marina Moreno 21, donde había un estudio de grabación en autocontrol. Su voz era muy agradable y su capacidad interpretativa sorprendente, pero nunca tuvo libertad para crecer en esta faceta y dedicarse también a la radio, aunque formó parte del cuadro de actores y llegó a estudiar doblaje muchos años después. El caso es que escribí un guión lacrimógeno con la muerte del protagonista, regenerado en sus últimos momentos de vida tras una existencia de lujo y libertinaje. Hacía también de técnico de control ya que nos situábamos al lado del altavoz del tocadiscos mientras manejaba los mandos, subía y bajaba sonido, hablaba por el micrófono y le daba entrada al resto de los actores. Además había que hacerlo de un tirón, ya que no se podía cortar la historia hasta no terminar el capítulo; de lo contrario, había que repetirlo todo. Afortunadamente mi padre se llevó el material y lo montó en los estudios, arreglando un producto deficiente pero hecho de manera artesanal y con mucho esfuerzo. Fue el final de un aprendizaje voluntario, con quince años, abierto a un mundo sugerente y que suponía abrir definitivamente la puerta a un futuro para el que estaba predestinado.

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